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sábado, 27 de noviembre de 2010

La Corrida.

La mañana amaneció nítida y radiante.
A mediados de julio, el verano, gobernaba sobre los campos y a la distancia, en todo su esplendor, reverdeciendo los prados  y cultivos que desde el aire perecían colchas de patchworks.
No había podido dormir en toda la noche, pensando, tratando de recordar todos los consejos oídos a lo largo de toda su aún corta vida.
Hoy era el día en que cumplía 18 años, y los cumplía justo el día en que se celebraba en el pueblo mayor una gran fiesta.
Se sentía muy ansioso de sólo pensar que hoy sería el día que había estado esperando toda su vida.  Hoy, era ese gran día, el día en que se sometería a la gran prueba que todo bien nacido en aquellas tierras, debiera pasar, al menos una vez en la vida, siguiendo la tradición que, por generaciones de hombres en su familia habían desafiado a la muerte en un par de ojos oscuros y brillantes.
De todos sus primos y hermanos mayores que hoy correrían junto a él, algunos lo harían ya por segunda o tercera vez. Algunos de ellos habían sufrido pequeños accidentes  en su primera experiencia, que les habían dejado cicatrices en rostros, brazos y piernas que presumían orgullosos antes las chicas del pueblo cada vez que tenían la oportunidad.
Definitivamente hoy sería un día memorable, lo podía sentir, el día en que se haría hombre, uno digno de llevar el apellido de una larga estirpe de vencedores de la muerte.


Clareando aún el alba, se levantó de un salto de su tibio lecho y salió al campo descalzo, sintiendo la hierba mojada por el rocío en la planta de sus pies.
Una gloriosa aurora que derramaba luz como varillas de oro sobre las praderas, le hirió la vista pero pronto acostumbró los ojos a esa luminosidad exquisita con que lo recibía el día.
Se adentró aún más en los dominios de la hera para sentir mejor la briza pura y aún fresca de la mañana, dejando que el aroma a yerbabuena le penetrara por los poros hasta la sangre.
En un íntimo e improvisado rito de comunión con la Natura madre y Dios, se despojó de su pijama, plantándose frente al sol, bien firme, con los ojos cerrados, al tiempo que respiraba y exhalaba profundamente con los brazos extendidos en cruz, dejando que el gélido aire matutino le llegara al espíritu.
Podía sentir que estaba a punto de ser testigo de un acontecimiento sobrenatural.
Permaneció así, inmóvil, erguido  y tenso respirando profundamente hasta que un ladrido de perro, a la distancia, lo sacó de su místico trance.   Abrió los ojos y sintió pudor de haber sido sorprendido desnudo. Se puso rápidamente el pijama, pero luego comprendió que nadie más estaba cerca, que todos los demás dormían plácidamente aún.


Al rato, lentamente, el resto de la familia fue despertando y cada uno se fue incorporando a sus tareas habituales, las acostumbradas para echar a andar el día y la casa.
Los campeones del clan, esa mañana, recibieron doble ración de un desayuno energizante que por generaciones se venía repitiendo sin que nadie se atreviera a modificar en un ápice la cantidad de tocineta en los huevos revueltos sobre la tortilla que le correspondía a cada uno, acompañando a medio litro de leche con miel que quemaba la boca del estómago de lo caliente y relajante que estaba.


El camino de la casona hacia el pueblo estaba atestado de coches, carretelas, automóviles y hombres a caballo que como romeros en una procesión, avanzaban lentamente.
Las mozas más guapas, saludaban desde las puertas y ventanas de los balcones de las casa a la orilla del camino principal, agitando pañuelos rojos que luego lanzaban al aire, con la esperanza de que un atractivo soltero y buen partido, lo atrapase en el aire y se lo atase al cuello en señal de buena suerte. Según la creencia popular, el desafortunado que no lo cogiese al vuelo, debía dejarlo en el suelo, si quería evitar ser herido de gravedad.
A la altura de la mitad del pueblo, se detuvo ante el balcón de la muchacha de la que se había sentido enamorado desde la primera vez que la vio cuando la profesora la presentó en clases de quinto grado. Esperó a que se asomara por la ventana a ver si le aventaba una pañoleta. Su sorpresa fue mayor cuando la vio más bella que nunca con un gran pañuelo de seda  rojo en las manos.
Ella parecía buscar a alguien entre la multitud, sus ojos se perdían escudriñando los rostros de miles de hombres que como caravanas de hormigas desfilaban bajo sus pies.
Se animó a acercarse y a llamarla por su nombre en voz alta. Ella, se volvió con una gran sonrisa hacia donde él se encontraba de pié en medio de la multitud que en ese momento pareció desaparecer del todo.
Se llevó la pañoleta a los labios sellándola con un beso de amor y se la lanzó al viento, sin decir algo, sólo sonriéndole como una mañana asoleada.  Las brisas de la fortuna guiaron el vuelo del paño hasta las manos del enamorado, al cogerlo se llevó el pañuelo a la nariz para embeberse del aroma a beso de su amada, y sin perder tiempo lo ató a su cuello. No hubo tiempo para despedidas, los corredores que por un momento parecieron respetar ese mágico momento, comenzaron a avanzar arrastrándolo con la corriente.


Al llegar al pueblo, por el extremo opuesto a la Arena Mayor, sobre un gran escenario, construído varios días antes, ya estaban las autoridades esperando para darles la bienvenida a  los participantes locales, nacionales y a todos los extranjeros venidos desde las partes más insospechadas del planeta a vivir una de las más locas y adrenalínicas de las experiencias de vida que aún se mantienen vivas desde tiempos inmemoriales.
Las callejuelas del pueblo lucían atestadas como si hubiesen sido diseñadas para hacer de represa y contener así a ese inmenso río humano blanquirojo que amenazaba con desbordarse en cualquier momento mientras aún se mantenía contenido a la espera de que la voz de  largada fuera dada.
Todo aquel flujo estancado palpitaba ascelerado y al unísono, queriendo sentir la sensación de tener a la muerte pisándole los talones, desafiarla y reírse de ella; medirse así mismos, probarse ante sus propios límites; descubrir y probar por sí mismos lo que dicen se siente; sentir la adrenalina galopando frenéticamente por las venas.


Él esperaba probarse así mismo y averiguar si estaba hecho del mismo material que sus hermanos y  primos, pero sobre todo, si había heredado el mismo temple de su padre, de su abuelo y de todos sus antepasados. Quería sentirse parte de una historia con tradición familiar colmada de hazañas fabulosas que eran ya leyenda en toda la región. Quien no conociera los méritos de sus ancestros, no era natural de la zona.
Correría hacia delante, con todas las fuerzas sin importar qué. Le sacaría a lo menos, dos cuadras de ventaja a la primera bestia que le siguiera, y luego, a una distancia prudente, quería verle a los ojos.


Largaron a los toros.


Se podían oír  los cascos, a lo lejos, en el empedrado, acercándose con estrépito, mezcla de furia y espanto.
Los hombres, los ubicados al último de la larga manga de gente, empezaron la partida, corriendo y gritando, alertando a los demás. Entonces, el río que amenazaba con desbordarse, cobró vida de improviso y se desbordó, torrentoso, imparable, fluyendo con fuerza y velocidad.
Cuando los animales de la avanzada, penetraron las filas de la retaguardia se inició el descontrol generalizado, sintiéndose los primeros alaridos de horrendo dolor, contabilizándose, así, las primeras bajas en acción.
Las estrechas calles se convirtieron en un tramposo laberinto para los despavoridos individuos que tratando de arrancar sin espacio improvisaban un escape como fuera, trepándose a  balcones, colgándose de carteles aéreos, amparándose en los portales de tiendas y mamparas que algún comedido vecino dejaba entreabierta para el refugio de un corredor desesperado.
Las cuadras parecían eternas, las esquinas parecían no existir, detenerse a pensar por dónde ir durante un segundo le podría haber costado la vida, había que pensar más rápido de lo que las piernas pudieran correr. Mientras no hubiese espacio para que la gran masa no pudiera difurcarse, no habría espacio suficiente.
Todo era válido para sacarle el cuerpo a las bestias desbocadas que les venían persiguiendo más asustadas y confundidas que preocupadas de cornear a un tropel de insensatos.


Tal como lo había imaginado, llegó un momento en que la distancia y la ubicación en la que se encontraba le eran por completo propicias.
Se detuvo en medio de la avalancha de rostros anónimos que se abrieron, pasando por su lado a cientos por segundos, pudiéndolos sólo percibir cómo ráfagas tibias de aire zumbándoles por las orejas.


Un macho, negro y lustroso, con enormes ojos oscuros inyectados de rayos y centellas, le fijó ante su mirilla calculando distancia y fuerza para ensartarle los cuernos, justo en el centro del cuerpo.
Sin perder la calma, pacientemente esperó a que el hermoso ejemplar se acercara, sin quitarle los ojos de encima.
El animal se vino con la cabeza gacha, en línea recta, sin despintar el blanco de su objetivo, dispuesto a llevarle por delante, elevarle al cielo con alma y todo, como una pelota en la cabeza de un goleador, y rematarle con su puntiaguda cornamenta en la caída.


Ya a menos de media cuadra de distancia, se aflojó el pañuelo rojo del cuello y lo extendió, agitándolo como una banderilla. A un metro de distancia, lo usó de capa y el toro pasó burlado por de bajo.
Se vio una promesa de muerte en los ojos de la gran bestia. Se dio la vuelta ante el asombro de todos los espectadores, corredores que ya habían abandonado el reto y que apostados a los costados transformaron la calle en un ruedo románico.
El improvisado gladiador, aún incrédulo de estar dando tamaño espectáculo, entre vítores de algarabía y aplausos de ánimos, se aferró a cientos de años de instinto sobreviviente, logró rearmarse como un torero consumado y sintió que lo invadía una valentía que lo recubría de una fortaleza hasta ahora desconocida para él, que jamás creyó ser capaz de poseer.
Miró fijamente a los ojos del magnífico animal que bufaba raspando los adoquines con una de sus pezuñas delanteras.
Sería un duelo a muerte entre un par de ojos dominantes, filosos como espadas, y de otros que se negaban a ser dominados, peligrosos y certeros como puñales.
La indómita bestia con los ojos entintados en sangre se lanzó al ataque. Al mismo tiempo que él quitó el pañuelo rojo del medio, dejándolo volar en caída libre hacia el suelo. El animal desconcertado perdío por un segundo el foco de su concentración, segundo vital en que el cumpleañero aprovechó para tomar al confundido toro por los cachos, torciéndole la cabeza al extremo de obligarle a doblar el cuello de tal forma que acabó en el suelo sobre el toro.
El toro vencido en su orgullo se levantó en cuanto se sintió libre de presión. Miró al muchacho reconociéndole como a un digno y noble rival  y  en señal de paz, bajó la cabeza y la volvió a subir. Se dio media vuelta y continuó su carrera, calle abajo.


Al darse por terminada la corrida, en la ceremonia de clausura en la que participaba todo el pueblo, el alcalde proclamó oficialmente al muchacho, que cumplía ese día 18 años, como el vencedor de La Corrida, hasta el año venidero.


La celebración fue en grande y  la tomatera, también.


Al pasar la euforia y la efervescencia del triunfo, pensó: -Ahora, puedo tomar, también, a la vida por los cuernos-.

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